De primeras veces

prmer vuelo

«A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de
pronto, toda nuestra vida se concentra en un sólo instante»
Oscar Wilde. Dramaturgo y novelista irlandés

 

Todos tenemos primeras veces que nos han aportado una nueva dimensión del mundo que nos rodea.

La primera vez que vamos a la escuela, los primeros amigos, el primer examen… El primer beso o un primer abrazo sincero, el primer amor, nuestra primera relación sexual.

Sobre todo, la primera vez que salimos de casa, la primera vez que nos vemos solos ante la vida. También la primera vez que perdemos a alguien… Incluso la primera vez que desnudas tu alma.

Todas ellas configuran nuestra existencia, quiénes somos y cómo somos.

Pero, de todas ellas, tal vez la más especial es esa primera vez en la que te das cuenta de tu propia existencia. De tu propio yo.

La ensoñación de Verónica

A Verónica le encantaba escuchar a la gente en las conversaciones de los adultos. Se escondía tras las puertas o, incluso, se sentaba a la mesa jugando con su muñeca. Siempre estaba atenta y nunca hacía ruido. Tenía los ojos vivaces y una sonrisa bonita que mostraba en sus mejillas dos hoyuelos perfectos. Sus cabellos castaños hacían juego con aquellos ojos que escondían una mirada curiosa e inteligente.

Era una niña buena, de poco carácter. Sencilla, dócil y muy educada. Su padre era médico y su madre se había encargado del orden de la casa, con gran tesón y diligencia. Había educado a Verónica desde su más tierna infancia, volcando en ella los conocimientos que su madre le había inculcado a ella primero. Le había enseñado a callarse, a mantener la boca cerrada delante de los adultos. A obedecer y a escuchar lo que se le dijese. A preocuparse por los demás, a ayudarlos y a cuidar de ellos. Le había enseñado a comportarse, a respetar a los demás y a ocupar el lugar que le correspondía.

Verónica era muy inteligente y observadora. Lo decían sus ojos, aquellos bonitos ojos castaños con los que observaba a su madre calladamente mientras ella realizaba sus quehaceres. La vigilaba en la soledad del hogar y visualizaba su forma de ser, imitándola al hablar con alguna vecina. Su padre parecía tratarla con cariño y juntos formaban una pareja seria pero compenetrada. Verónica quería aquello que parecía tener su madre: tranquilidad.

A medida que fue creciendo, Verónica fue conociendo nuevas dimensiones de aquel aprendizaje. Le enseñaron lo que implicaba el respeto, en todos los sentidos de la palabra. Aprendió a no hablar delante de desconocidos, a no cuestionar las normas, a no quejarsepor cualquier cosa, a no manifestar sus sentimientos y sus miedos. Le enseñaron la frase que definiría toda su vida “las cosas son así, siempre han sido así y punto”. La convirtieron en una princesa silenciosa que soñaba con príncipes y castillos, que dibujaba tediosas historias de amor que requerían de un alto esfuerzo y sufrimiento.

Le enseñaron a no pensar, a asumir las cosas como tal. Fue a los mejores colegios en donde aquél carácter diligente la hizo ganarse muchas amistades interesadas. Sin embargo, Verónica capeaba los temporales porque había aprendido a no sentir, a separar aquella sensibilidad floreciente que la carcomía de tanto en tanto. Aprendió el significado de la indiferencia y lo incorporó a su forma de ser. Era dócil y desinteresada, no le preocupaba el daño que le pudiesen infligir siempre y cuando fuese aceptada.

Su padre la aconsejó bienintencionadamente para ser enfermera. Conocía de Verónica su enorme paciencia y su carácter servicial, sabía que los profesionales de la medicina necesitaban a personas con esas características. Verónica supo que aquél sería su camino y lo tomó sin pararse a cuestionarse si era lo que realmente quería.

La universidad le abrió las puertas a otro mundo diferente, lleno de gente muy distinta a ella, gente que vivía de un modo desenfadado, que no guardaban aquellos protocolos a los que ella se había acostumbrado. Gente que no quería ni esperaba nada de ella, que simplemente la apreciaban sin esperar nada. Personas que la instaban a salir de su “burbuja”, de convertirse en una mujer pensante e independiente. Gente que le mostraba su valía y su inteligencia, todo aquello que el espejo no le había mostrado. Personas que rasgaron sus vestidos de princesa y sus cuentos para mostrarle la realidad siniestra pero sincera del mundo que la rodeaba.

Verónica había comenzado a pensar de forma diferente, había abierto los ojos al mundo, pero aún se estaba desperezando. Entonces conoció a Andrés, un chico alegre, inteligente y de grata sonrisa, que le abrió las puertas a otro mundo divertido, lleno de actividades y fiestas, dejando entreabierta aquellas otras puertas que se habían abierto hacía poco. Con Andrés conoció aquél amor que había entretejido en su adolescencia, la figura de aquél príncipe que habría de llevarla a lomos de un caballo blanco, de hacerla feliz por el resto de sus días. Andrés no era alto ni rubio, ni tenía los ojos azules. Pero eso no significaba que no fuese su príncipe, su otra mitad, su media naranja.

Andrés estudiaba Derecho en el campus, la llevaba al teatro, a buenos restaurantes. Pronto se convirtieron en una pareja oficial. La introdujo en su círculo abriéndole las puertas a él,  presentándole a personas relacionadas con la salud quienes, en algún futuro próximo, la ayudarían en su carrera profesional. Él la trataba con ternura y cariño, la colmaba de regalos y le ponía el mundo a sus pies. Le enseñaba su visión del mundo y, para ella, aquello era todo lo que necesitaba. Se sentía tranquila a su lado. Protegida de nuevo.

Pero un día, al despertar, Verónica se vio inmersa en un círculo más cerrado del que creía. Vivía con Andrés, iba a trabajar a la clínica de los tíos de Andrés y apenas viajaba a su casa a ver a sus padres. Sus amigos eran los de Andrés y de aquellas personas que habían abierto múltiples puertas en su pasado, que habían querido ser sus amigos, sólo suyos, apenas quedaban recuerdos.

A partir de aquél día el humor de Verónica comenzó a vacilar. Ya nada le parecía bien, ya nada estaba en orden en aquella vida que parecía perfecta. Andrés lo notaba, sentía que algo no iba bien y, sin dudarlo, le preguntó. Pero Verónica no sabía qué contestar ni cómo expresar aquello. Sólo sabía que se sentía cansada y aturdida y que todo aquello que tenía delante no la satisfacía. Andrés la animó, sólo eran momentos de bajón y pronto aquella tormenta mental pasaría. Abrazó a Verónica y le prometió que todo iba a ir bien.

Pero aquella serenidad que esperaba encontrar en sus brazos, no apareció. Por mucho que Andrés se esforzase ella era consciente de que aquél mundo no era el suyo, sentía que aquellas puertas entreabiertas que habían quedado en el pasado tenían que abrirse de par en par. Tenía que pasar por ellas. Y aquella carencia iba creciendo día a día, distanciándola cada vez más de Andrés y de su mundo. Cada día discutían más y Verónica se sentía más y más culpable no pudiendo darle a Andrés una respuesta satisfactoria.

Una mañana llamó a su madre necesitada de un apoyo maternal. Le contó todo aquello en lo que había pensado en los últimos meses y cómo la hacía sentir. Tenía la sensación de no haber dado un paso propio en toda su vida. Aquello, en sí, no implicaba una total infelicidad… pero la hacía sentir ajena a su propia existencia. Siempre había cedido sin haber nunca manifestado lo que ella necesitaba o deseaba. Y, sobre todo, sentía que su vida giraba en la órbita de Andrés y que ella no podía parar aquél movimiento. “Mamá… ¿por qué no puedo hacer lo que yo quiera y decir que no cuando no me apetezca? ¿Por qué tengo que hacer las cosas que él o los demás consideran que me convienen?”.

Su madre, al otro lado de la línea, guardó silencio por varios segundos. Parecía pensar detenidamente aquella cuestión tan curiosa. Entonces lo dijo, con tranquilidad, llenando las palabras de una serenidad que Verónica no era capaz de encontrar: “Las cosas son así… siempre han sido así… y punto”.

Verónica colgó el teléfono dejando una pregunta rondando su mente: “¿Por qué las cosas tienen que ser así, y punto?”. Pensó mucho en ello, buscando una respuesta a una pregunta que parecía responderse a sí misma. Y no lo comprendía. No entendía que las cosas tuviesen que ser así y punto.

Entonces, un día, los mecanismos de su mente fueron configurando su camino y se encontró consigo misma, veinticinco años atrás, observando sin observar, escuchando sin escuchar, todas aquellas lecciones que le habían inculcado, viendo la relación que su madre tenía con su padre. Ellos habían sido educados así y ella, en consecuencia, también. Le habían enseñado a no hacer preguntas y ahora tenía un montón acumuladas en su maleta, una maleta que se había convertido, con los años, en una gigantesca valija llena de dudas, de miedos, de inseguridades y de experiencias sin vivir.

Sin pensarlo, Verónica cargó sus maletas reales y ficticias en la parte de atrás de su coche y se dirigió hacia su futuro y no el de todos los demás. Al fin sabía qué quería: quería experimentar, aprender y conocer. Quería ver el mundo, palparlo y vivir en él. Quería no ser su madre sino ella, individual y original. Nunca podría tener la estabilidad y la tranquilidad que necesitaba sin, previamente, haber conocido el desorden y la locura.

Un día Verónica se despertó de un profundo sueño, cogió las maletas e inició su propia vida.

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