Ilusión. Perspectiva. Realidad

lac_leman

Si vols viure el que somies
has de començar somiant
Txarango – Grupo musical.

Hace poco leía en Facebook que nos habían vendido eso de los «sueños» y que «todo se puede hacer o lograr». Claro que, quien lo decía, es de esas personas frustradas con la propia vida, con su existencia y con la felicidad de los demás. Los modernos hablan de gente tóxica. A mí me gusta llamarlos simple y llanamente amargados. O gilipollas.

Ver el lado bueno de las cosas es difícil. Por supuesto, no todas las cosas tienen lado bueno. Pero relativizar nuestra existencia nos ayuda a sobrellevarla. Los sueños que no cumplimos, seguramente, están identificados en cosas que no apreciamos. Abrir los ojos y ver la vida que vivimos es lo más importante para caminar en la dirección correcta. No la de otros, sino la nuestra.

Me he caido mil veces. Me volveré a caer otras mil. Me levanté mil veces, me curé las heridas y continué caminando. Y sé, perfectamente, que las próximas mil veces me volveré a levantar. Y volveré sonreír. Porque no hay nada mejor que marcar la diferencia.

La vida imperfecta

Cuando descorría las cortinas no se encontraba ante un gran ventanal, frente a un frondoso parque en medio de la ciudad. O en una de las plazas más concurridas… Ni siquiera atisbaba la calle principal. Cuando se asomaba a la ventana, todas las mañanas, se encontraba la misma farola parpadeante, al señor de enfrente tomándose el café mientras se rascaba descuidadamente la entrepierna y, para más inri, escuchaba a los niños del piso de arriba volver a quejarse por la ropa que debían llevar al colegio.

Ni siquiera sobre su cama descansaba un jovenzuelo de mirada adormilada que se removía entre las sábanas intentando aprovechar los últimos resquicios de calor que guardaban. Un chico de su quinta, de sonrisa pícara y ojos lascivos de primera hora. Un hombre que inspirase su ternura al máximo nivel, su lujuria y su amor propio y compartido.

No había nadie, ni alto ni bajo, ni rubio ni moreno… nadie ni encima ni bajo su cama, nadie para hacer un “share” de sus desayunos o sus cenas, de sus excursiones. No estaba aún el perfecto príncipe verde o morado, que abrazase sus pesadillas y aplaudiese sus sueños.

Tampoco vivía sola, independiente, en un gran apartamento. Compartía con tres personas más, yendo ordenadamente por turnos de diez minutos a la ducha y al baño para poder salir todos casi a la misma hora, corriendo hacia la boca de metro o la parada de autobús de turno.

Ni siquiera tenía una gran habitación, con un mural inmenso, lleno de fotos de sus viajes, de sus amigos y de sus aventuras. Ni siquiera había una estantería con sus libros favoritos, ni un cuaderno abierto con las inspiraciones momentáneas de literatura voraz y pensamientos intensos que a veces la envolvían. Sí, había cuadernos, muchos, pero ninguna nota. Pocas veces escribía o vencía la pereza de plasmar sus ocurrencias.

Tampoco había una amplia cocina americana, con un desayuno continental esperándola, un frutero a reventar o una cafetera italiana humeando rico café venezolano. Ni siquiera tenía un salón lleno de música de todo tipo, una cadena y vinilo y un televisor de plasma, con home cinema, blue ray, y una amplia filmoteca en la que se podría encontrar desde Eisnstein a Hanneke o Eastwood. En su lugar había una colección de documentales del National Geographic que jamás había visto, todavía en sus plásticos, como si de cómics de coleccionista se tratasen.

Tampoco trabajaba en una productora o, en su defecto, en algún periódico. Ni siquiera en una agencia sirviendo cafés. Ni siquiera estaba en el extranjero viviendo con otro idioma y otra cultura. Con otra gente y no la rutina diaria.

De su vida soñada no había nada. Sin embargo, todos los días corría las cortinas y sonreía al vecino de enfrente. Observaba la calle y sacaba la mano por la ventana para comprobar el frío real que traía la mañana. Todos los días degustaba el café cargado de azúcar en su taza floreada, sonriendo a la vida, por saberse viva y porque la estaba viviendo. Porque sus aventuras todavía tenían muchos caminos y, cada día, era una nueva batalla. Y todas las mañanas sonreía por la calle, sabiéndose tarde en su llegada, corriendo calle abajo esperando no haber perdido el bus de y media.  

En su caminar observaba a la gente y creaba sus propias vidas. En su cabecita fluían historias, incongruentes y locas, tiernas y de superación, perfectas e imperfectas. Vidas que se cruzaban sin saberlo, vidas que estarían en contraposición muy pronto, que se interconectarían en algún momento. Vidas tristes y vidas alegres, vidas secas, oscuras y siniestras; vidas llenas de color, de felicidad. Y, sobre todo, muchas vidas no vividas.

La gente la observaba, enfundada en su abrigo, anudada la bufanda y con su gorro de lana de gigantesco pompón, mirada alegre y sonrisa frustrante para los demás a las ocho de la mañana. Y a ella le daba igual, porque ¿qué era la vida si no sonrisas?

Nada se había parecido su existencia a esa vida de la perfección soñada. Y aun así para ella era perfecta. Y conservaba la ilusión, porque era suya, buscando un hueco, su hueco, aunque fuese pequeño. Sabía que lo conseguiría. Lo que fuere, como fuere. Porque los sueños son relatividades de la realidad. Y de la realidad se obtiene la certeza de la existencia, su perfección. Trabajando y luchando.

Y soñando constantemente, pese a darse de bruces con el suelo… Porque ¿qué es la vida sin sueños, sin ilusiones y sin aspiraciones?

 

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