Y un día… desperté

y_un_dia_desperte

Cada vez que cometo un error
me parece descubrir una verdad que no conocía.
Maurice Maeterlinck. Escritor belga.

Hace un año comencé esta aventura de inventarme vidas. De contarlas, de transmitirlas y, con ellas, aportar mi forma de ver el mundo. Sé que muchos de los que estáis ahí, al otro lado, me leéis con placer. Y eso, a mi ego y a mí misma, nos encanta.

Así que gracias: de mi parte, de Julia y de la loca Rubia Bajita del espejo, que nunca creí que surgirían pero que, sorprendentemente, ahí están. Gracias. Porque sin vuestras lecturas, sin vuestros “me gusta” y sin vuestros “share”, esto no sería nada.

Gracias :)

Y un día… desperté

Hay muchas formas de despertarse. Yo, normalmente, uso el despertador. Otras veces me despierta cualquier cosa pues poseo una capacidad auditiva propia de un sabueso. Pero la forma más, más, más extraña que tengo de despertarme, es cuando alguien duerme conmigo. Mejor perfecciono la situación. Cuando alguien duerme abrazado a mí (o yo a él, aunque soy tan rancia que no suele darse esa situación).

Es extraño, mucha gente dice que un día se despertó y su vida u concepción del mundo cambió. Yo era de las que pensaba que la gente que decía eso o bien vivía a base de ansiolíticos, o bien de anfetaminas. Comprobado empíricamente el hecho de que mi único ansiolítico pueden ser dos copas de más y que mi mayor anfetamina es la cafeína, una mañana me desperté y mi mundo no era igual.

No suelo dormir con nadie, y menos abrazada o en el abrazo de alguien. Me ha costado vida y media, la anterior, aprender a dormir con alguien, abrazados, después de una noche de sexo. No. Normalmente existe una puerta. De salida. Nunca he considerado a nadie lo suficientemente válido para merecer mi abrazo postcoital. Ni tampoco mi cariño. Y menos mi amor. Si es que queremos ser puntillosos y poner nombre a todo.

Pero estábamos hablando de despertares. De vidas, de nuevas vidas.

Un día me desperté rodeada por el abrazo de una persona que, con el paso del tiempo, llegué a querer demasiado. En cambio, en aquél momento me resultó tan extraño como alarmante. Por quién era y por lo que había pasado. O, mejor dicho, por lo que no había pasado pero que hubiera podido pasar si yo no me hubiese resistido. Muy a mi pesar, como lamenté más tarde. Pero, lo más sorprendente, había sido el “cómo” habíamos llegado aquella situación que todavía no sabía explicarme a mí misma. Lo único que sabía es que estaba allí y que él me abrazaba, agarrado a mi pecho como si de un salvavidas se tratase.

Con esfuerzo, cautela y timidez, me deshice de su abrazo, salí de la cama, cogí mis apuntes y lo dejé dormir mientras yo extraviaba mi mente para no pensar en nada más. Realmente, cogí mis apuntes por llevarme al salón algo más que mi vergüenza al salón.

Me pasé dos eternas horas pensando en el salón, con la tele encendida, los apuntes dispersos y la conversación de mi compañero de piso haciendo eco en mi canal auditivo, evitando ser comprendida.

La sorpresa fue mayúscula al verlo salir. Yo lo había hecho a hurtadillas, en silencio. Él salió tan campante,  desperezándose, mirando como si nada raro hubiera pasado. Ante la atónita mirada de mi compañero de piso, que intentó articular un “Buenos días” en no menos de cinco ocasiones sin que surtiese efecto, nos despedimos.

Un soso “quieres desayunar” y una perezoso “no, no te preocupes, por las horas que son, ya me iré a comer”. Y un “pues nada, hasta luego, nos vemos esta semana”, un sonámbulo paseo hasta la puerta, un abrazo de despedida y la extraña sensación de que me había perdido algo, fueron los últimos retazos de la noche en la que habría de cambiar mi vida.

–    ¿Qué hacía Óscar aquí? – preguntó Brais totalmente ojiplático mientras se servía el café en la cocina y me perseguía por la casa.
–    Nada, se quedó a dormir, se nos hizo tarde…
–    … ya – dijo mirándome con desconfianza. – Ha sido un tanto “raro”.
–    ¿Raro?

Brais me miró. Creía había desarrollado a la perfección mis habilidades interpretativas. Creía que nunca se me notaba nada que pudiese confluir en un montón de preguntas personales, sentimentales. Creía, firmemente, que nadie podía vislumbrar mi incomodidad o disconformidad. Me creía un as. Creencia que Brais tiró por tierra con tan solo una frase.

–    ¿Te has visto? Ha sido la conversación más vaga y absurda, extraña e incómoda que he presenciado en mi vida.
–    ¡No digas tonterías!

Me faltó tiempo para entrar a mi cuarto, ponerme unos vaqueros y un jersey, enfundarme el anorak, coger el móvil y salir a dar un paseo. Despejar la mente. ¿Qué había pasado? No me lo explicaba. No lo sabía, no lo entendía. Óscar tenía novia. Óscar jugaba en otra liga, no la mía. Para Óscar yo era como una hermana pequeña. Nada más.

Y aun así… Había pasado.

Ese día decidí que mi vida anterior había sido una farsa. Que si no era capaz de responder emocionalmente a una situación como la que se había dado la noche anterior no merecía vivir. Así que decidí que era el momento de empezar mi vida, y me inventé una nueva. Y me reconstruí. Yo servía, yo valía, pero había muchas cosas que no funcionaban. Era una incapacitada sentimental, hábil con desconocidos e impotente frente a quienes me demostraban cariño día a día. Algo fallaba y debía solucionarlo.

Así que me reinventé. Siempre me ha gustado esa palabra. La intentan llenar de connotaciones negativas. Pero reinventarse es algo positivo. Es tomar todo lo bueno y revisar lo malo, superarlo, mejorarlo. Son las versiones 2.0, 3.0, 10.0.3, de ti mismo, un simple y aburrido beta. Hay tanta gente que se queda en beta que no me sorprende en absoluto la dirección que está tomando la raza humana. ¿Por qué nos cuesta tanto mejorar?

Ese día empecé la reconstrucción de mi vida, de mis emociones, que habían sido declaradas zona catastrófica.

Un pensamiento en “Y un día… desperté

Deja un comentario